Diciembre modifica la herencia del cuerpo para inducir la
pluralidad de la culpa. Extirpa la esperanza para renombrarla por un vacío
bastardo. Y entonces, surge la necesidad
de enfermar en un exilio ocasional. De crear procesos para curarse así mismo: Como
desmontar espejos del habitáculo para no
afrontar con el rostro la miseria individual.
Ocultar relojes para no dilatar la redención del futuro… Y por las noches escuchar
la nostalgia de los estruendos pirotécnicos que convulsionan en la oscuridad
navideña. Pero, así es este mes de mierda, decía Fausto. Yo por el contrario
pensaba en tantas cosas, en las más banales. Como en el montículo de tierra en
donde estábamos parados. En su forma terrestre.
En el número de especies del mundo animal que han transitado en sus
granos de tierra. Pero Fausto, interrumpió mis pensamientos para decir, dale
fuego. Tome de su mano lo que me daba y lo felicité porque estaba bien hecho. Pulcro
y exacto en su forma. Está listo –pensé- para envolverse en las llamas. Para
crear diluvios delirantes. Observé con
sobriedad al pequeño volcán de cosas formado por: Fotografías de las ex novias
de Fausto, cartas breves de amor, libros obsequiados con motivo de los
aniversarios de sus relaciones amorosas y ropas íntimas que él se apropiaba al
finalizar el coito con la convicción de recordarlas y así masturbarse por ellas cuando su relación
amorosa se consumara.
Tome el ancho trozo de madera que de altura medía
aproximadamente quince centímetros. Envuelto en su parte superior por los
retazos de una vieja camisa cubierta de gasolina. Observé a través de la
inmensa soledad nocturna al bosque donde nos encontrábamos. Presioné el
interruptor del encendedor y su pequeña
llama basto para terminar con el silencio del bosque. La llama se pronunció
agravante ante la oscuridad natural. El trozo de madera se unificó al fuego. Y
entonces lo lancé a ese volcán de cosas
que en la memoria solo eran recuerdos de años pardos. Fausto sin
observar al fuego encendió un malboro
rojo y no dijo nada.
El ejercicio de combustión se acrecentaba así que Fausto se
acerco para arrogar luego el filtro de su cigarro terminado. Observó al fuego
como quien observa la nostalgia de un horizonte interminable. Sus retinas se
laceraban con ternura. La sombra que surgía
de su cuerpo por la iluminación de las llamas encorvaba. Por dentro sus
órganos retorcían con ansiedad sus rabias y soledades. A veces – dijo de pronto
– el fuego administra los silencios más inútiles para el ser humano a través de
sus llamas. Trasmutando la simbología de sus vacíos en palabras de resistencia.
Palabras que cumplen con la función de domesticar lo hiriente de una conmoción
circunstancial. Los seres humanos – decía – comúnmente buscan llegar al olvido
cuando su memoria sufre la reiteración del pasado. Porque el pasado es el término que define el dominio
de la emoción sobre la carne. Pero al olvido le merecen solo quienes han
comulgado del dolor ejercido por el fuego. Las partículas de los objetos que
pertenecían a Fausto se convertían en puntos negros, un pequeño vaho tomaba forma
de nube mientras el fogarón disminuía. Observó por último la geometría espacial
que se adentraba por las copas de los árboles. Es hora de irse, puntualizo. Le obedecí y caminamos cuesta arriba. Al
llegar a la cima, encendió un cigarro y dijo -olvidé algo, volveré a bajar. No
especifico qué ni yo tampoco pregunté. Esta bien, contesté y nos despedimos sin
más. La luz del alumbrado público repartía nostalgia al iluminar la soledad de
la calle. Una campana que colgaba de algún lugar hacía eco cuando el viento la
soplaba. Los adornos navideños de las casas tambaleaban sobre su lugar de
colocación. Y mientras caminaba de regreso a casa un frío casi maldito se
apoderaba de mi textura ósea. Al llegar a la esquina de la avenida observé de
reojo al bosque donde me encontraba con Fausto. Y fue entonces una llama la que
atrajo mi atención. Volteé el rostro por completo. Y un cuerpo envuelto en
fuego caminaba sobre la oscuridad del bosque. Supe de inmediato que aquel
cuerpo pertenecía a Fausto. Que sus entrañas contaminadas por el pasado se
purificaban a través del fuego. Su cuerpo impávido descendía hacia el barranco.
En el ritual del druidismo de la cultura Celta
cremaban a los muertos, recordé. Fausto se consideraba así mismo un muerto
ambulante en la tierra. Y solo el fuego le daría el derecho irrenunciable a la
libertad. La gran llama disminuyo. El cuerpo se detuvo sin dolor por las
quemaduras. Fausto encontró al silencio de mis ojos que observaba lo que
sucedía. Entonces me observó, emitió una
sonrisa sardónica y continúo caminando.
La época navideña terminó y de Fausto no supe más.